lunes, 24 de agosto de 2009

CAPITULO 8.8: LATAS FRIAS


Sentí el impacto contra la clavícula derecha, un golpe seco. Me aterroricé pensando que no tardaría en cubrirme de sangre. El corazon se aceleró bajo mis costillas bombeando miedo. Los bulgaros nos habían cazado sin darnos oportunidad de contrarrestar su ataque.
El Gordo saltó alarmado del banco en el que charlábamos desde hacía cinco minutos. Al recibir el proyectil en los riñones aulló furioso. Agosto y el calor nos habian llevado bajo los plátanos en busca de aire fresco.
La confusión no impidió que reaccionáramos de inmediato. El Gordo gritó amenazante mirando cada una de las ventanas del edificio. Juró que los mataría a todos y con la cara desencajada amenazó a una mujer que se asomaba desde atras de una cortina blanca.
Me toque el pecho que comenzaba a arderme, mis dedos se llenaron de un liquido gelatinoso que no conseguía distinguir debido a mis nervios. Confundido volví a tocar aquella sustancia trantando de identificarla entre mis dedos. Al final caí en la cuenta de que era huevo.
Algún hijo de puta nos había tirado con huevos, que cayeron como piedras desde el edificio.
El sicarrio corrió al portal, tocó cada uno de los tiembres y estalló un puño contra el panel lleno de botones grises.
-¡Hijos de mil puta!, grite con la mirada perdida en las ventanas.
El Gordo tenía un manchón en la cintura que llegaba hasta el bolsillo trasero del pantalon y de la mano derecha corria un hilo de sangre que comenzaba a gotear.
- Si hubieran sido balas estaríamos tendidos junto al banco sobre un charco de sangre bajo los plátanos, reflexionó aliviado el Sicario.
La gente comenzó a asomarce desde los balcones. Miré a cada uno de ellos como los culpables.
-Vamonos antes de que alguien llame a la policía, dije con la voz temblorosa.

La semana trascurrió de mal en peor, no teniamos ni un céntimo.
Llevábamos tres meses sin pagar el alquiler, la oficina se había llenado de botellas, cajas de pizza, bollos de papeles y polvo. Caíamos en picada contra la pobreza.
El Gordo propuso vender cervezas en la playa. Acepte resignado, no teniamos nada que perder.
Estaba cansado de ver la nevera como un esqueleto blanco. Vacia sin ni siquiera una lechuga oxidada en sus costillas. El hambre me ponia de mal humor. El caracter del Gordo no parecía variar en absoluto. Comia todo el dia tortitas que hacia con harina y sal sobre la sarten humeante.

En bolsas de supermercado llevábamos las latas congeladas de cerveza.
Caminábamos de punta a punta la playa Malvarrosa. Escondiendonos de la policia, que perseguia a los que intentaban juntar algunas monedas.
Los chinos debajo de sombreros de tela ofrecían masajes. El cuerpo completo por 10 euros, la mitad del cuerpo 5 euros. Eran delgados salvo por una joven pequeña y gorda que caminaba como un gorila.
Los negros vendían peluches, gafas de sol, camisetas y encendedores que colgaban de sus largos brazos. Eran un escaparate andante.

Entre los vendedores de cervezas los más organizados eran los pakistaníes. Un ejército sobre la arena caliente. Por un euro dejaban disimuladamente entre tus manos una lata fría.
Otros supuestos vendedores aprevechaban y ante el descuido de los bañistas urgaban en las mochilas en busca de algo de valor que robar.
Los empleados de los kioscos de playa nos perseguian amenzandonos. El Sicario los enfrentaba a gritos entre los cuerpos tirados al sol. Peleabamos entre pobres por las oportunidades comerciales del verano.
Luego de asarnos en la playa, ibamos a media noche a la Plaza de la Virgen a intentar vender cerveza junto a afganos, chilenos, argentinos, pakistanies y rumanos que llebaban mochilas cargadas de latas de cerveza o coca cola.
Acosabamos a los turistas para sacarnos de encima las malditas cervezas. Cuando el patrullero llegaba todos desaparecían, como hormigas escapando del fuego.
El negocio no dió buen resultado, con el Gordo bebíamos más de la mitad de nuestra mercancía. Además los márgenes de ganancia eran muy pequeños.
En esas noches recorríamos borrachos las calles del Barrio del Carmen, entre yonquis que mendigaban una mordida de kebab o una moneda y sin papeles que trataban de no hundirse en la miseria del primer mundo.